CRÓNICA: MÁS QUE UNA CASA por Luisina González




MÁS QUE UNA CASA.

Son las 11 de la mañana de un sábado. Un edificio uniforme, rodeado de un parque que no se ve, no se mira ni se usa.
En su interior, en los laterales de largos pasillos grises, se enlazan una sucesión de cuartos, rodeados de aire pero con escasa ventilación, tapizados por afiches rotos y apenas iluminados. La puerta de uno está abierta completamente. En el centro, entre 40 y 50 personas se amontonan para embarrarse las manos.
El agua ha mojado la tierra, entregándole el material para empezar su trabajo. El hornero se prepara para construir su nido.

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Todo el mundo sabe cómo puede ayudarnos un médico o un abogado, pero un arquitecto... ¿qué es en realidad?
En 1961, Rodolfo Livingston ya había egresado de la facultad de arquitectura hacía cinco años, pero nunca había estado en una obra. Le ofrecieron dirigir una en Cuba y allí fue, con una valijita.
Trabajé dos años erradicando una villa miseria en Baracoa, llena de negros que no querían hacer lo que yo quería. Empecé a preguntarles cómo lo harían. Tuve que aprender a escucharlosconfiesa.
Esta experiencia modificó su relación con el cliente e inauguró un sistema de trabajo.
En el año ’94 surgió el plan Arquitectos de la Comunidad, un sistema participativo para pensar la vivienda.
Un juez, un policía, un psicólogo y un arquitecto tienen en común que operan sobre las relaciones de familia—asegura Livingston.
Cuando el hornero se prepara para construir su nido, lo hace en colaboración de otras aves de la misma especie, y respondiendo a una necesidad específica para construir una estructura justa, firme y duradera.
En la participación colectiva, está el origen del método Livingston.  El embrión, dirá él, es la “participación democrática del usuario”.
Mirá, ¿cómo se hace la atención médica?, se hace de uno en uno, cada médico cuida a una persona y el sistema es válido. ¿Por qué un arquitecto no puede también hacerlo así?
Desde mi punto de vista, la arquitectura es un servicio—explica.
Se propone a la profesión como un servicio a disposición de las personas, que generalmente es vista como algo inalcanzable, solo para algunos, caro, reservado para la elite o gente con gusto. Acercamos la arquitectura a todas las personas—cuenta la arquitecta María Melina Martínez, colaboradora del estudio Livingston.
Apenas nos alcanza para los materiales y los obreros ¿y todavía le vamos a pagar a un arquitecto? Ellos están para cosas grandes.
Esta opinión contiene una buena parte de verdad, porque en las facultades de arquitectura de todo el mundo se prepara a los alumnos para encarar trabajos de gran envergadura y muy poco o nada para encarar problemas de familias concretas que habitan casas reales.
—¿Sabés lo que les piden que diseñen a los estudiantes en Buenos Aires? ¡Edificios de más de sesenta pisos!—dice el arquitecto Rodolfo Livingston, mientras hace gestos de negación con la cabeza.

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Su espacio de trabajo contrasta con las aulas tradicionales de las facultades de arquitectura. Hay una estantería repleta de libros, libritos y revistas de los más variados temas (también hay algunos de arquitectura). Las paredes son grandes paneles donde se pegan miles de planitos de colores, ¡hechos a mano!
Los escritorios tradicionales con las computadoras de la manzanita, no existen. En su lugar, hay una mesa grande, donde se combinan lápices de colores, reglas, marcadores, papeles, mate y galletitas.
Acá en Buenos Aires, los alumnos no entrevistan clientes, no escuchan a una familia, no toman una casa real para transformarla. Nunca.
Les enseñan a diseñar un aeropuerto pero cuando se reciben no saben solucionar un problema en la casa de su tía en Lanús—cuenta Rodolfo, sin levantar la vista de un plano que usa de ejemplo para explicar cómo “se resuelve” una cocina cómoda.

En Argentina hay 13 universidades nacionales públicas donde estudiar arquitectura. De las cuales, una se encuentra en la Ciudad de Buenos Aires (UBA), y 4 en la provincia: La Plata, San Martin, Mar del Plata, y Avellaneda. Esta última, inaugurada en 2011 con un programa renovado respecto a las tradicionales, incluye entre sus materias obligatorias “Trabajo Social Comunitario”.
—La importancia de la universidad pública en lo que refiere a la formación de arquitectos, se da sobre todo en el perfil de egresado que se busca, orientado a ser actor de los procesos sociales, más que del mercado inmobiliario—comenta el arquitecto Diego Adad, egresado y docente de la UBA.

Estos estudiantes (hoy, arquitectos de nuestras casas, y ¡nuestras ciudades!) se reciben sin haber tenido contacto con sus clientes. Por eso son víctimas de una dolorosa amputación, les han quitado el principal estímulo por su trabajo: el reconocimiento de sus clientes.
—Como no tienen contacto con los usuarios, sus diseños se basan en datos estadísticos, pero no se pueden confundir las estadísticas con la realidad—afirma el arquitecto, un tanto irritado.
¿Acaso existe la familia con dos hijos y medio?

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El arquitecto Livingston propone El Método, que no es más (¡ni menos!) que la organización en una Hoja de Ruta, de los encuentros entre el arquitecto y sus clientes.
En el año 2015 se inauguró el taller de Arquitectos de Familia en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires, que propone y trabaja aplicando este método. Se dicta cada sábado, con la intención de instalarse como una práctica requerida para la formación de los arquitectos.
En el aula 103 del primer piso se respira un aire distinto. Es el primer día de un ciclo, y todo el grupo se toma la foto inicial.
Alumnos, profesionales, incluso gente de otras carreras, trabajan en grupo. Es un aula desordenada donde abunda el papel de calcar que ponen uno sobre otro, redibujan, y vuelven a pintar.
El proceso de aprendizaje es con CASOS REALES. Acá se trabaja sobre el concepto de clínica, se atienden varios casos y se cobra barato, como en un hospital.

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Una pareja joven, Mariana Sturniolo y Darío Szmulewick, llegan a la FADU a través de una convocatoria abierta de difusión en redes. El objetivo, proyectar una casita en un terreno que tienen en la provincia de Córdoba.
Mariana es extrovertida y entra al aula riendo. Mira los planos pegados en la pared. La sonrisa cómplice con Darío es la respuesta: el proyecto les encanta.
Los diferentes encuentros entre ellos y los arquitectos de familia, durarán aproximadamente dos meses y medio.
Durante la primera charla, Mariana y Darío están entusiasmados y hacen gestos con las manos que denotan ansiedad. En este encuentro, llamado el pacto, se les explica el método y hay un acuerdo inicial.
Primero se escuchan las quejas y deseos del cliente, y se ubican en dos columnas, que Livingston llama “felizómetro/ sufrinómetro”, que servirán para evaluar las diferentes propuestas.  De este modo se enfrenta al cliente con su propio discurso y no con el del arquitecto.
Por último, en el ajuste final, es donde se define el anteproyecto (estos son los famosos “dibujitos”).
Es un nuevo sábado. Esperan expectantes los colores, los sonidos, el estruendo de la explosión, que caen entrelazados, iluminando la vida.
Fuegos artificiales, es la etapa intermedia del método, donde todo es posible.
—Se siguen consignas que permiten expandir los límites, liberar la creatividad, potenciando la búsqueda de posibilidades—cuenta la arquitecta Martínez, entre cientos de planitos de colores, mientras cierra la última etapa con Mariana.
Para la fase de ejecución, Livingston entrega un Manual de Instrucciones con los planos.
—La cara de felicidad es porque estamos ¡muy felices! Tenemos el mejor grupo del mundo. —dice Mariana con los ojos brillantes y una sonrisa que desborda.
—¡Es que es tan hermoso todo!—agrega Darío sin despegar la vista de su futura casita.
El nido es levantado en colaboración por la pareja de horneros, los que buscan ramas gruesas para empezar a unir los materiales, para luego construir una base que definirá la estructura.

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A los 60 años escribió su primer libro y se tiró en paracaídas. Hoy, a los 85, Rodolfo Livingston tiene la energía de cualquier estudiante recién iniciado. Enfrenta con alegría los desafíos de su labor, trabaja para la gente mejorando su hábitat y no creando monumentos para sus egos. “La mayor recompensa es encontrarte con un cliente de hace años y que te diga: gracias”, comenta orgulloso.
Dedicado a solucionar problemas con inteligencia y poca plata, tiene una frase cada vez que inicia el año: "Me siento pleno y con ganas de seguir trabajando".
Y se nota.
Apasionado, dedicado, inquieto y comprometido, tiene además, la virtud de hacer reflexionar a sus alumnos desde el humor.
—¿Cómo es posible proponer una vivienda para 4,3 habitantes promedio por familia? ¿Alguien vio, alguna vez a un "punto tres"' corriendo por el patio?— pregunta a sus alumnos. La risa es general.
Hay un libro al que los arquitectos llaman "el Neufert", que les dan cuando entran a la facultad. Se llama "El arte de proyectar" y tiene las medidas de todo, desde cubiertos, gallinas, patos, todo lo que usted pueda imaginarse.
"El arte de proyectar..." arroja una visión antropométrica sobre el hábitat y tuvo mucha influencia. En los estudios de arquitectura (y en las clases de “diseño” de la universidad), pueden escucharse todavía diálogos como este:
—Ché…comedor diario, ¿entra en 1,80?—
—Y sí, tenés 0,50 de sillas por dos, más 80 de mesa, sí, entra—
Esta práctica, acaba con nuestra identidad porque uno es la relación con las cosas, con los lugares, con nuestro pasado, con nuestros afectos, nuestros amigos y nuestras esperanzas.
Es lo que Livingston llama, la trampa del "hombre medio".
Para la clase popular se destinó siempre la llamada vivienda social, que debía ser "mínima", y además uni-forme. La vivienda-tipo. Muchas casitas iguales, juntas. Un error. (Un horror).
Las familias no son todas iguales y, además, van cambiando; y también sus casas. Se incorporan talleres, abuelos, hijos, novios, autos, motos, techitos, huertas, etc.
El hornero reutiliza sus nidos, de acuerdo a las necesidades, y son además aprovechados por una amplia variedad de otras aves.

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La Arquitectura habitada. Las reuniones de amigos, la comida de los domingos, la taza del desayuno sobre la mesa, los mates mirando una enredadera desbordante por una pérgola.
Esa es la arquitectura de todos los días, atravesada por la historia de las personas. 

Sus caras desbordan de sonrisas. El proyecto para Mariana y Darío, en el Taller de Arquitectos de Familia, es un éxito. Clientes felices.
Todo el curso se reúne en el centro para hacer el cierre. Lo llaman “el Rito del Hornero”. Mientras se lee una poesía, se plasman las manos embarradas en una hoja de color similar a las ramas de los árboles. Las impresiones en barro rodean la primera foto grupal del taller, obtenida unos meses atrás.

El hornero no sobresale por su plumaje, ni por su canto. Sin embargo, su nido tan distintivo lo hace único en su especie.
Las obras de Livingston no sobresalen por sus grandes dimensiones, ni por sus formas extraordinarias. Sus obras son invisibles. La mayoría de ellas están detrás de la fachada. Ahí, radica su grandeza.



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